LA BOTIGA
El sábado por la mañana, después de despertarme, esperaba ansioso dentro de la cama, que la puerta de casa se abriera, y entrase mi madre, cargada con las bolsas de la compra. Como un cohete, salía disparado de la cama, para ayudar a sacar las cosas, y poder inspeccionar los paquetes. Aquello era una fiesta para mí, bolsa por aquí, bolsa por allá… pero cuándo abría los paquetes del embutido, y veía, que aquel jamón, me miraba con aquellos ojitos de “cómeme, cómeme”, y la coqueta loncha de queso me suplicara que la separara de las otras, no podía y resistirme, y como un “buitre” hambriento, atacaba a todo lo que se ponía a mi alrededor. Con el estómago lleno, me iba a mi habitación que compartía con mi hermana. El papel pintado de las paredes con círculos naranjas, y el arrimadero tipo “madera plastificada”, junto a una litera, decoraban la minúscula habitación. Vivía en los famosos “cuartos de casa” de apenas treinta metros cuadrados, en la Barceloneta. En aquel mini-espacio, convivíamos cuatro personas, en algunos casos, convivían, hasta diez. El comedor era compartido con la cocina tipo “office”, y un ridículo aseo, con solo el inodoro y un mini-lavamanos. Era tan pequeño, que muchas veces, la puerta tenía que estar abierta para poder sentarte en el retrete. Al no tener ducha, el baño era un poco complicado. A mí, me llenaban de agua, un inmenso barreño de color verde con agua caliente, mientras al lado, otra olla con agua, esperaba para el aclarado. Un año, en uno de estos baños, mientras mi madre preparaba la comida y esperaba, que el agua del barreño se enfriara, no se me ocurrió nada más, que ir a inspeccionar el agua, para poder poner mis juguetes dentro. El cubo era muy alto para mí, así que después de varios intentos de saltos, pude llegar a la cima y asomarme para ver el agua, con la mala suerte que mis manos resbalaron, y me hicieron caer dentro del agua, con la cabeza en el fondo y los pies hacia arriba. Ya podía gritar y moverme, que mi madre, de espaldas, seguía cocinando aquellos calamares a la romana, sin enterarse de nada, debido al inmenso ruido producido por la campana extractora.Menos mal, como si hubiera tenido una premonición, se giró e inmediatamente me agarró por los pies y me sacó como un pez mareado, de aquel diabólico barreño. Después de aquel susto, se me quitaron las ganas de volver a tocar el agua.
Entre semana, mientras mi madre se iba al taller de modista y mi padre a pintar, mis tíos me llevaban a la guardería “Garbí”. Me quedaba a comer, y siempre era el último en acabar, cuando todos ya se habían ido, me cogían y me llevaban a la cocina, con la Sra. Piedad , para acabar de comer. Allí, estaba yo, de pie, con arcadas, intentando acabar aquel trozo de carne seco y arrugado. Menos mal, que cuando la “sargento” no se daba cuanta, cogía los trozos de carne y me los guardaba en los bolsillos, que luego vaciaba por las diversas papeleras del colegio. A la tarde, ya tenia mi recompensa, cuando mis tíos me venían a buscar y me compraban mi Chiviricoqui.
Después de una buena merienda de “pan con nocilla” y un buen café con leche en casa de la tía Pepa , me iba al taller de modista donde trabajaba mi madre. Allí jugaba con las tizas de marcar la ropa mientras escuchábamos por la radio, el consultorio de Elena Francis.
Por la noche, me esperaba aquella “sopeta” y “peix fregit”, que era el preámbulo para acostarse. Siempre, me iba a la cama de mis padres, mientras mi madre acaba de recoger la mesa, mi padre me explicaba el cuento de: “Peret, Peret, tira’m una pereta; la mes bonica i mes formossa per tu. Peret, Peret, tira’m una pereta….”, así hasta que me quedaba dormido. Antes de acostarse mi madre, me cogía en brazos y me llevaba a mi habitación, donde después de achucharme, me tapaba junto a mi osito de peluche marrón medio ciego, ya que le faltaba un ojo, a la espera del nacimiento de un nuevo día.
El Aviñecu
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