¡¡ MALDITA PITONISA !!
Solo con ver la entrada de la gruta, ya podías preveer lo que te estaba esperando en sus profundidades. Nada más entrar por su enorme boca, una bajada a oscuras y a toda velocidad, te llevaba a la sala de torturas, donde después de repeinarte un poquito debido a la turbulencia que acaba de pasar, te estaba esperaba una gran olla en plena ebullición repleta de gente gritando, custodiada por unos guerreros negros con taparrabos y hueso incluido. Justo después, en un ambiente selvático donde diversos animales monstruosos aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, llegabas a un pequeño riachuelo amenizado con una música estridente, que te preparaba para la sacudida que daba al iniciar el ascenso al nivel superior. En sus alturas, a oscuras y a paso de tortuga, inmensas telarañas hacían de las suyas en tu cabeza consiguiendo relajare para la salida. Pero lo que no sabia nadie, era lo que nos esperaba. Claro , tu ya estás relajado, has visto que el trayecto de la gruta no te ha asustado mucho y ya estás pensado donde te vas a montar después. De repente, miras al frente y no ves nada, ¡¡Ostia!!, ipsofacto, en pocos segundos, caes al vacío por una impresionante bajada con parada brusca, te hace convertirte en otra persona. Despeinado, con los pelos de punta, gafas torcidas, blanco como la leche, piernas temblorosas, afónico y desorientado, sales de la vagoneta de la Autugruta de las atracciones Apolo.
Tuve la suerte de ser compañero y amigo de Carlos Puga, con el que experimenté todas esas sensaciones. Su padre regentaba en esos años lo que era el Apolo, tanto sus atracciones como el teatro. Vivíamos muy cerca, nos pasábamos muchas tardes en las atracciones.
Justo al lado de la Autogruta y en lo que era anteriormente los autos de choque, del que se mantenían todavía las planchas de acero, estaban las máquinas electrónicas de aquella época. El tiro al pichón era el juego más moderno que podías encontrar. Un rifle sujetado por una manguera metálica, te convertía en un cazador, tenías que disparar a 10 dibujos que se iban iluminando sucesivamente imitando el vuelo del pichón.
Las máquinas que más me impresionaban, era los autómatas. Había una en particular que daba mucho "cangueli". En una caja grande y alta de madera, detrás de un cristal y a oscuras había una pitonisa inmóvil. En el momento que introducías una peseta, se iluminaba el habitáculo y por arte de magia cobraba vida. La mirada fija de la señora con su vaivén de cabeza y el movimiento de sus manos, hacía que en pocos segundos te pronosticara tu futuro mediante una tarjeta que expulsaba la máquina.
Más adelante y en los rincones más pobres del local, estaba La Casa de La Risa, lo que ahora se denominaría La Casa del Terror. Aquella atracción estaba en las últimas, muy mal conservada.Era un circuito que recorrías diferentes salas a oscuras y finalizaba en lo que quería ser un pequeño jardín al que accedías pasando por unas pasarelas llenas de agua putrefacta.
Carlos y yo hacíamos el mismo trayecto para ir al cole, pero cada uno de formas diferente. La línea 57 y 64 de autobús era mi medio de transporte habitual, en cambio Carlos, debido al buen nivel económico de su familia, tenía un mayordomo que le acompañaba cada día en coche, eso sí, siempre cuando que me veían en la parada del bus, me recogían y me llevaban con ellos.
A la finalización del ciclo, cada uno cogió diferentes caminos por lo que la amistad se fue enfriando. Después de muchos años, una fotografía de Carlos en el Periódico, informaba de su fallecimiento por accidente, con escasos veintitantos años. Cada día paso por delante de lo que eran las atracciones, ahora, convertidas en salón de juegos y máquinas tragaperras.
El Aviñecu
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